sábado, 5 de septiembre de 2009

Allá afuera

Es muy bonito caminar. Es curioso, duele la espalda, fatiga, siempre que sales en al menos algún momento huele feo, pero lo sigues haciendo. A casi nadie le gusta caminar por caminar, a veces logro convencer que salgan conmigo, pero por lo general, lo hago solo. Hay tantas risas y llantos que se han ido con la naturaleza porque no hay persona a la que haya podido compartírselas. Por ejemplo, en este momento, estoy llorando. Bueno, no al escribir esto, al escribir esto las lágrimas se están secando, ya lloré afuera. Aquí adentro no fluyen lágrimas, sino que se estancan. Aquí adentro, las heridas no sangran, gangrenan. Aquí adentro no se vive, solo se duerme. Allá afuera, donde se sufre, es donde se vive.

Ella me había rechazado ya antes, pero yo tuve fe en mi mismo, en que se enamoraría de mí. Había puesto la fe en el único lugar que conocía. Qué bueno que salí a caminar. Adentro se está aprisionado. Qué triste que en algún momento tenía que regresar. Y pensar que utilizo ahora mis momentos adentro para describir el afuera. Ella es hermosa. A mí me gusta el atardecer, aunque no rechazo un buen amanecer cuando se presenta la oportunidad, sin embargo, hoy solo me tocó encontrarme el sol en su apogeo, quemándome, evaporando mis lágrimas. El sol se llevó la mayoría de ellas, aunque logre guardar algunas para depositarlas cuando llegara, aquí adentro. Mi perrita me lame la cara, le gusta mi sabor salado. Corrijo los teclazos que hizo mi perrita por saludarme en mi escritorio. Es tan linda, la quiero mucho. Ella le hizo mucho daño a su madre adoptiva, pero no siente remordimiento, vive feliz, ni siquiera sabe que tiene algo que perdonarse. Yo no he olvidado su egoísmo, pero la quiero mucho, la he perdonado de ese pecado que ella no sabe que cometió. Ella es lo más afuera que tengo aquí adentro, me lame mis lágrimas y mis heridas. Está afuera aquí adentro.

Mi perrita no puede ser perdonada, no conoce la diferencia entre el bien y el mal. Pero la mujer, esa si puede ser perdonada, ese es mi reto. Me preguntaba que tantos pecados que el humano desconoce haber hecho serán perdonados y cuáles serán los que nos condenarán. Sabía que si no perdono estoy condenado a una vida de amargura. Condenado a una vida aquí adentro. Es por eso que me puse a buscar afuera algo que me libere de la condena, algo que me perdone por mi rencor. Tal como lo esperaba, en un principio, no encontré a nadie que me ayudara, pero encontré ayuda divina.

Empecé con una obsesión por la limpieza, dejé aquí adentro impecable, eso fue mientras me liberaba del karma limpiando los chacras. Ella, la asesina la belleza, me enloquece. En una casa limpia hay más espacio para los charcos, y si me sirvió, en lo que me sentía más a gusto obtuve charcos más grandes. Busqué ayuda psicológica, me la dieron agentes de bienes raíces, me enseñaron interiores con muros más amplios, suelos mejor pulidos, segundos pisos, aunque ninguno con la calidez de donde yo venía. Sigo suspirando por ella. Ninguna de esas paredes combinaba conmigo acompañado, y en ellas no cabría su retrato, lo cual era bueno y en un principio me entusiasmó, pero me di cuenta que moverme de interior no cambiaba el que siguiera siendo un interior.

Algunos amigos me llevaron con un señor que decía que podía sufrir por mí. Me gustó. Ella ya me había hablado de él, que desde niña le entregaba parte de su dolor. Lo probé. Muy amable, el señor me dijo que me perdonaba de aquellos pecados que yo no sabía que había cometido, eso fue una buena carga que me quitó de encima, no sabía que la tenía, claro está, pero menos carga siempre es buena. Le pregunté porqué lo hacía, me dijo que porque me amaba. Ella no deja de ser un sueño lúcido. Claro, primero me hice un poco para atrás, mi mamá me había dicho que no debía confiar en extraños, pero él realmente se ganó mi confianza. Veía como mis amigos gustosos iban y les entregaban cargas casi diario, lo querían mucho, literalmente, adoraban al señor. El señor lo único que les pedía es que se las dieran solo a él, y que de ser posible, le llevaran más amigos para entregar su carga.

Al principio, me sentí mucho mejor, más ligero, pero entonces, me empecé a cuestionar el porqué él hacía lo que hacía, ¿acaso era un masoquista? De ser así, con gusto seguiría dándole mi carga, pero él no dijo ser un masoquista, él dijo que me amaba. Entonces empecé a sentir remordimiento, si él me ama, yo al corresponderle no debo hacerle daño. Otra cosa que había escuchado es que su papá tenía un huesote, y que el hijo era una especie de embajador que venía para llevarse nuestras cargas porque si no, no podríamos ir a ver nunca al papá. Entonces yo pensé en que era un padre muy desconsiderado al poner a su hijo a hacer todo eso si simplemente podría aceptarnos con las cargas o pedirnos que las tiremos al entrar, digo, él hacía las reglas, no veía razón para hacer que alguien sufriera, y menos su propio hijo, solo para seguir sus autoimpuestas reglas. Su olor, su voz… ella es la cacofonía del incienso, el hedor de la música. Lo que si me advirtieron firmemente era con no irse con la competencia, que era una sucursal que se había desprendido y que por medio de promesas quería robarle clientes al señor ofreciendo con mentiras productos de malísima calidad.

Un día, no aguanté más el remordimiento y le dije al señor que sabía de un modo más eficiente de deshacerme de mis cargas sin hacerle daño. Había leído que cuando un ser vivo muere, su cuerpo alimenta a la tierra. No solo eso, los deshechos del cuerpo también la alimentan. Le pregunté si entregarle mis lágrimas a la tierra, si repartir mi carga por el mundo, si permitir que el sol se llevara mi agua al medio día era irme con la competencia. Me dijo que ese que convierte lo que expulsa la vida en vida se llamaba Dios, y que no competía con nadie. Que podría regresar a vivir a mi casa si quería, pero siempre tendría mi verdadera hogar aquí con él. Me dijo que donde quiera que yo estuviera, ella no me querría, pero que él si nos quería a los dos, y que yo también la podía querer a ella sin que me quiera a mí. Él señor no me tenía rencor porque no me quedara. Yo no debía tener rencor si ella no se quedaba conmigo. Sonreímos. Me dijo que la había visto y que se encontraba bien, pero que ella lo necesitaba más a él de lo yo la necesitaba a ella. Me dijo que mi perrita me esperaba, que ella también me necesitaba.

La verdad es que nadie lo necesita. Nadie me necesita.

Salí, y lloré entre el afuera del señor y el afuera de mí. Disfruté el camino a casa como nunca, sabiendo que mis lágrimas nunca más serían desperdiciadas, que cada vez que una se evapora, que sangra una herida, que pienso en ella, hay un Dios que me ama, que ama al mundo cómo es y no cómo las personas quisieran que sea. Dios que igual está en el hambre y la satisfacción, la guerra y la armonía, que no es ni bueno ni malo, pero que es. Dios que reparte lo que expulso de mi vida, y que de otros seres me da vida a mí. Un Dios que me ayuda a escribir esto, y que permite que tú lo leas, porque es el mismo Dios el que compartimos todos, el que no compite con nadie, en el que es imposible no creer, y que la hiciera a ella hermosa.

Te cuento todo esto a ti porque sé que ella no lo leerá, al menos confío que con tu inseguridad, has de revisar todo su correo. No tienes nada de qué preocuparte, ella nunca me quiso. Nunca lo hará. Yo sé porqué te eligió: los dos éramos indigentes. Tú le ofreciste techo, ella no lo iba a rechazar. Por eso te digo todo esto, porque sé que tiene miedo de salir.

Duele la espalda, fatiga, nos encontramos con olores raros, pero es muy bonito salir y caminar. Porque Dios está allá afuera.



Te odio.















La amo.

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